Hay ideas que, aunque refutadas, sobreviven. No porque tengan razón, sino porque sirven. Sirven para justificar el prejuicio, para legitimar el castigo, para convertir a ciertos cuerpos en amenazas. Una de esas ideas nació en la Italia del siglo XIX y encontró tierra fértil en la Argentina del siglo XX. Fue la idea de que el crimen se ve en la cara, que hay algo en los huesos que delata la desviación, que el delito no es una elección sino un destino y que nada de lo que pase alrededor tiene su parte.
Cesare Lombroso no solo dio forma al imaginario del “criminal nato”; dio letra a gobiernos, policías y jueces que buscaban un enemigo que ya venía marcado. La Criminología positivista que él impulsó no se limitó a estudiar el delito: lo diseñó. Y en Buenos Aires, esa matriz, se volvió política de Estado.
La cara del crimen
Lombroso sostenía que el criminal nace así. No se hace, no se convierte. Se nace. Y ese nacimiento traía consigo huellas visibles: en el cráneo, en la mandíbula, en la mirada. Era posible —según él— identificar al delincuente solo con verlo. Esa teoría, envuelta en vocabulario científico y mediciones absurdas, encontró en Argentina a sus discípulos. Ingenieros, Rivarola, Matienzo, los hermanos Piñero… hombres de ciencia que vieron en el determinismo biológico la llave para explicar, y sobre todo controlar, el desorden social.
Pero lo que empezó como ciencia, terminó como doctrina. Y, la doctrina, necesitaba culpables.
Criminalizar el pensamiento
"Anarquista se nace", decía el Coronel Ramón L. Falcón mientras observaba con desprecio a Miguelito Pepe, un orador de apenas 15 años que, durante la huelga de inquilinos de 1907, hablaba a madres y chicos sobre injusticia, miseria y dignidad. El Coronel no veía a un jovencito valiente sino a una amenaza. A un enemigo. A un rostro que no encajaba con la obediencia esperada.
Ese desprecio no era personal. Era estructural. Lo que molestaba no era el "delito", sino la palabra. La crítica. La posibilidad de que alguien pensara distinto. Porque cuando una sociedad compra la idea de que el crimen se lleva en la sangre, cualquier acto de disenso puede leerse como desviación genética, como anomalía a corregir o eliminar. Y así, el pensamiento se convierte en delito. La ideología en evidencia. La pobreza en prueba.
La Rebelión de las Escobas
En agosto de 1907 más de mil familias fueron desalojadas de los conventillos de Buenos Aires. En pleno invierno. Sin aviso. Sin alternativa. Sin dignidad. La ciudad respondió con represión a la osadía de los pobres que reclamaban por un techo que pudiesen pagar. Y el crimen, esta vez, fue castigado con habitar la intemperie. Existir.
La policía, bajo las órdenes de Ramón L. Falcón, asesinó a un niño durante la represión y ocho mujeres cargaron a pulso el ataúd desde Barracas hasta Chacarita seguidas por miles de vecinos que las relevaban cada tanto. Doce kilómetros de marcha, de duelo, de rabia contenida. En algún punto del trayecto, la policía volvió a reprimir. Tuvieron que dejar el féretro en la calle. Ni a los muertos respetaron.
A ese episodio se lo llamó La Rebelión de las Escobas, pero bien pudo haberse llamado La rebelión de los invisibles. Fue el acto fundacional de una política no escrita: en Argentina, ser pobre era un riesgo penal. Lo fue entonces. Lo es aún hoy.
Castigar la diferencia
En 1902, el Congreso sancionó la Ley 4144, conocida como Ley de Residencia que permitía al Estado expulsar a cualquier extranjero que considerara "peligroso". No hacía falta una condena. Bastaba con tener ideas. Reclamar derechos. Organizarse. Pensar diferente.
En 1919, llegó otra pieza del mismo rompecabezas: la Ley 10903, más conocida como Ley de Patronato de Menores. Una ley que no perseguía adultos sino niños. Y no por lo que hacían sino por lo que eran: pobres, huérfanos, "de riesgo". La infancia se volvió sospechosa. Y el Estado, su juez.
Ambas leyes partían del mismo principio: la diferencia es peligrosa. Si no se tenían recursos, si no se tenían apellidos, si no se tenía el cuerpo correcto, entonces se era una amenaza. El estigma lombrosiano se volvió política pública. El rostro de la exclusión se institucionalizaba de manera definitiva.
De eso no se habla
En enero de 1919, durante lo que se conoció como la Semana Trágica, Buenos Aires fue escenario de un pogrom. La represión del Estado no solo apuntó a los huelguistas, sino que desató una cacería ideológica, étnica y de clase. Más de 500 judíos fueron asesinados. Cientos de casas saqueadas. Libros quemados. Niños golpeados. Mujeres violadas. El delito: ser distintos.
Las tropas parapoliciales conocidas como “la Liga Patriótica” actuaron con total libertad. No estaban persiguiendo criminales. Estaban eliminando identidades. Y todo bajo la excusa del orden. Bajo la premisa de que algunos cuerpos, algunas lenguas, algunas ideas... eran ajenas a la Nación.
De eso no se habla. No en las escuelas. No en los manuales. Y casi nunca en la Criminología tradicional, que elige mirar para otro lado cuando el poder mata. Porque admitirlo sería desarmar el mito de la neutralidad, ese cómodo disfraz que convierte a la violencia institucional en una anécdota.
Cara de...
El legado de Lombroso no fue solo su obsesión con los cráneos. Fue algo más profundo: la habilitación del juicio por apariencia. En Argentina, esa idea caló hondo. Tener "cara de pobre", "cara de villero", "cara de extranjero", "cara de culpable"... pasó de ser prejuicio a ser política.
En los primeros tiempos no se necesitaba un prontuario. Bastaba con un acento, una dirección, un color de piel, una gorra, una mochila, una forma de caminar o de mirar. Hoy, la Criminología que naturaliza esos criterios no estudia el delito: lo reproduce. Lo siembra antes de que ocurra.
La mirada lombrosiana no desapareció. Solo cambió de ropaje. Ahora la usan los noticieros, las cámaras de seguridad, los algoritmos predictivos. Y también, a veces, los docentes, los jueces, los vecinos. La usan quienes creen que el peligro se puede ver. Que se puede identificar de un vistazo. Que hay caras que no mienten.
El curso del estigma
En las escuelas no se enseña la Rebelión de las Escobas. Tampoco la Ley de Residencia. Ni el pogrom de 1919. Ni los reformatorios que marcaron a generaciones enteras con el estigma de lo irrecuperable. Tampoco se enseña que hubo una Criminología que justificó todo eso. Y peor aún: una que todavía lo sigue haciendo.
Los estigmas no nacen del aire. Se transmiten. Se enseñan. Se repiten como verdad hasta que dejan de doler. Hasta que parecen naturales. Hasta que un chico de 12 años deja de hablar en clase para que no lo discriminen. Hasta que una adolescente se pone una campera "de marca" para que la dejen entrar a bailar. Hasta que un joven cambia la forma en que se sienta o camina para que la policía no le pida documentos en la calle. Hasta que el miedo se vuelve performance. Hasta que la máscara se vuelve parte del cuerpo.
Tal vez ya sea hora de romper eso. De cuestionarlo todo. Porque una Criminología que no incomoda al poder, que no revisa sus propias bases, que no escucha a los excluidos, no es ciencia: es complicidad.
GGM
Fuentes
Barrientos, M. (7 de enero de 2019). A cien años del pogrom de Buenos Aires. Haroldo. La Revista del Conti
https://revistaharoldo.com.ar/nota.php?id=345
Demaría, V.; Figueroa, J. (abril de 2007). 10903: La ley maldita. Topía
https://www.topia.com.ar/articulos/10903-la-ley-maldita
Pignatelli, A. (14 de agosto de 2019). La huelga de las escobas: cuando las mujeres de los conventillos salieron a la calle para "barrer la injusticia" por el aumento en los alquileres. Infobae
https://www.infobae.com/sociedad/2019/08/14/la-huelga-de-las-escobas-cuando-las-mujeres-de-los-conventillos-salieron-a-la-calle-para-barrer-la-injusticia-por-el-aumento-en-los-alquileres/
No hay comentarios:
Publicar un comentario